Armando Zerolo | 28 de septiembre de 2021
Después de dos años solo puedo decir que he rodado por el río turbulento de la opinión, que la piedra se ha hecho canto, y el canto, oración.
Francis Ford Coppola cerró la saga de El Padrino con una coda. Según él, una coda debía ser un resumen o una iluminación del significado de las películas anteriores. En este adiós a mi participación en El Debate de Hoy me veo también en la necesidad de escribir una coda que arroje algo de luz a lo que he hecho, porque aquí el primero que ha andado desconcertado en este raro arte del columnismo he sido yo.
A veces las cosas se comprenden mejor por dónde vienen, y esto empezó para mí en el verano de 2019. Andaba yo comprando unos sacos de canto rodado para un jardín, cuando me llamó Álvaro Petit, periodista de raza, para comentarme un proyecto que prometía mucho. Algo tenia de premonitorio que me pillase con piedras en la mano, siendo yo de natural un poco de cuarzo, duro y frágil, y lleno de aristas cortantes. Habría de echar a andar por el cauce turbulento de la opinión pública para que alguna de mis aristas quedase un poco roma, y meterme en más jardines de los deseados para que el agua deslizase sobre mi sin grandes turbulencias.
Pablo Velasco pronto se hizo cargo de un proyecto que ha tenido la enorme virtud de convertirlo en un status quaestionis de la cultura católica nacional. Nos ha puesto a todos a bailar en el templete de la plaza pública, y como si del bar de la Guerra de las Galaxias se tratase, ewoks, hutts, mandalorianos, jedis y demás habitantes de la galaxia, nos hemos puesto a bailar juntos. Y a mí, que no me gusta bailar, y que de pequeño no jugaba ni al corro de la patata, me ha tocado salir a la pista y, como los tímidos en una boda, que o se embriagan o se esconden, me he visto cantando y danzando las más de las veces sin ser capaz de seguir el ritmo de la canción.
Si uno sale a la pista de baile es para bailar, y yo he bailado y he dicho, he arriesgado y he tratado de polemizar. Siguiendo a mi admirado Chateaubriand, que aceptó dirigir el diario El Conservador para animar y corregir a sus «amigos», yo he tomado como interlocutor a los míos (de los demás que se ocupen otros). He tratado de señalar los puntos visibles de una cultura herida que nos permitan seguir adelante, he escrito contra el intelectualismo, el romanticismo, el puritanismo y el identitarismo que nos corroen. Como Chateaubriand, «he combatido a las ideas, y no a las personas».
He tardado en darme cuenta de que la batalla que me interesa no tiene solución. No recluta partisanos y no entiende de banderas. Lento en comprender, por el camino he dejado cadáveres. He respondido de manera injusta y he roto puentes por no saber entender el camino de cada uno, por sentirme a veces acorralado, y otras ignorado. Por creer que una columna puede sostener el peso del cielo, y no comprender que cada tronco arraiga en su tierra.
Pero si una coda tiene el fin de arrojar luz sobre el significado de una obra, lo que he hecho hasta ahora no es más que una sombra proyectada por mi pluma. Porque el hilo conductor a lo largo de este tiempo lo veo ahora que termino. Si algo de esto tiene un significado para mí, si hay una sola razón por la que renunciaría a la paz del estudio y la intimidad de mis pensamientos, es la cantidad de amigos que he podido hacer gracias a esto. Los enemigos ya los tenía antes de empezar, lo único es que no lo sabíamos. Los amigos son nuevos.
Me siento orgulloso de mis amigos, es lo único que pondré en mi CV cuando me toque la entrevista con san Pedro
Pablo Velasco y David Vicente han sido delicados y respetuosos hasta el extremo, ofreciendo un espacio de libertad normalmente escaso. Todos pagamos servidumbres y ellos también me han enseñado a no ser estrellita en un cielo despoblado. Algún tachón me ha hecho más bien que cien aplausos.
Guillermo Garabito y José Peláez, columnistas de vocación y talento, han tratado de hacerme comprender muchas veces qué es esto del columnismo, que según ellos es lo mismo que la vida. Yo no les entiendo, soy tozudo. Me he sentido quintacolumnista en la capital de los escritores de talento, intruso en un terreno que no es el mío. Ellos le sacan música a un hecho insignificante, y yo no sabía que eso era posible. José, además, me dijo que solo escribe bien el que lo hace «con arrugas en el estilo», pero ¡joder, José! ¡qué valiente hay que ser para exponerse así!
Luis Ruiz del Árbol ha ilustrado mis textos antes de que yo los escribiese. Siempre he tenido la sensación de ir un paso por detrás comentando lo que él apuntaba.
Richi Franco, asaltante de caminos, guerrillero por los campos de Dios, pega trabucazos certeros. Es un francotirador elegante que hiere, pero no mata. Ojalá algún día dispare yo como él, sin víctimas colaterales.
Higinio Marín, J. A. González Saiz, Belén Becerril, Marcelo López Cambronero, Rocío Solís, y otros tantos colaboradores y colegas que me dejo injustamente en el tintero, me han señalado las cosas nuevas en lo de siempre.
Me siento orgulloso de mis amigos, es lo único que pondré en mi CV cuando me toque la entrevista con san Pedro, y por ello también me siento agradecido por mis lectores, por haber podido dialogar con ellos, con los muy diferentes a mí, y con los no tan iguales, por haber podido conocernos.
No soy Corleone, no me he muerto, y tampoco he sido capaz de iluminar el significado de todos mis artículos, lo siento. Después de dos años solo puedo decir que he rodado por el río turbulento de la opinión, que la piedra se ha hecho canto, y el canto, oración. Gracias por seguirme hasta aquí.
Al estudio de arquitectura Lacaton&Vassal les han dado un premio por dar más importancia a la vida que a las formas, por entender que la estética y la ética son inseparables, y por comprender que la política, como la vida misma, consiste en usar el poder como servicio.
Cuando hasta las palas se convierten en una ocasión de aleccionar al prójimo, cuando la posición de la mascarilla es la oportunidad de regañar al vecino, y cuando todo acaba siendo un pretexto para moralizar a los demás, un bolazo de nieve en la cara nos recuerda que somos más juego que negocio.